12/28/2004

Mi hermano

“Lléveme al hospital Central, por favor”, le dije al taxista. Apenas unas horas antes nos habían llamado para avisarnos que a mi hermano lo habían internado en el sanatorio por un paro respiratorio. Toda la familia se esperaba una situación parecida o aún peor en cualquier momento debido a la vida licenciosa que estaba llevando mi hermano. Sabíamos que jalaba cocaína y tomaba descontroladamente. Y sabe Dios qué otras sustancias más soportaba su deteriorado cuerpo. Él se fue de casa cuando yo apenas era un niño. Recuerdo que un día les dijo a mis padres que no aguantaba más vivir con ellos bajo el mismo techo. No quería más órdenes, ni reglas preestablecidas. Así que decidió alquilar un pequeño estudio en un barrio residencial a una hora de nuestra casa. Hace ya 7 años de eso. Desde entonces lo he visto en contadas ocasiones. En mi mente me resulta casi imposible visualizarlo sin la ayuda de alguna foto donde salga él. La única que conservo es la de un cumpleaños de mi madre de hace 4 años. Él sale rodeado por toda la familia, como si fuera el verdadero homenajeado en esa ocasión.
Esa tarde nos llamaron del hospital para darnos la noticia de lo que le había ocurrido a mi hermano. Mi madre cogió lo primero que tenía a la mano y fue inmediatamente a verlo, desesperada. Mi padre, en cambio, se sentó en el sofá, agarró el control remoto de la televisión y puso un canal deportivo. Yo, subí a tomar una ducha fría para ir luego al hospital. Me cambié presuroso. Unos pantalones sueltos, una camisa rayada y mis zapatillas marrones. Salí a la calle.
“Lléveme al hospital Central, por favor”, le dije al taxista. Hacía mucho tiempo que no acudía a un lugar de estos. Me ponen mal, y más si es que tengo que ver a algún familiar, como en esta oportunidad. Pregunté en la recepción y me dijeron que mi hermano aún se encontraba en la sala de recuperación. No lo podía ver. El panorama era deprimente en ese lugar. Enfermos en medio de los pasadizos por falta de habitaciones, paredes con rastros de humedad, enfermeras con cara de pocos amigos. Ese es el lugar que mejor calzaba con la vida que llevara mi hermano en los últimos años. A dónde pretendía que lo llevaran, ¿a una de esas clínicas privadas donde enfermarse resulta ser casi un lujo?
Cuando le asignaron un cuarto lo pude ver. Estaba mucho más flaco que la última vez que lo vi. Su rostro huesudo, sus frágiles brazos y los ojos hundidos, me removieron el alma. En ese momento se me vino a la memoria los recuerdos de mi niñez en compañía de él. Jugando con las almohadas sobre la cama de mi padres o con los videojuegos. Compartimos muchos momentos juntos. De niño lo veía casi como un héroe.
Pero cuando lo vi postrado en la cama me pregunté por qué había elegido esa vida. Cuando decidió vivir solo y dejar nuestra casa, mi padre olía cómo iba a terminar. No hizo nada por evitarlo. No sé hasta ahora el porqué. Dejó que las cosas siguieran su curso natural. Hace 7 años que estaba esperando una llamada de ese tipo. En cambio, a escondidas yo la veía a mi mamá rezar mirando una foto que tenía de él sobre su velador.
Una vez que le dieron de alta, mi madre decidió llevarlo a casa. Me desalojaron de mi cuarto para dárselo a él. Mi hermano poco a poco se fue recuperando y ganando algo de peso. Seguía muy delgado pero nuestros ojos ya se habían acostumbrado a esa imagen deprimente. En casa se respiraba un aire más esperanzador. Un día mi hermano le advertió a mi mamá que una vez recuperado iba a volver a vivir solo. Y así lo hizo. Después de dos semanas, cogió las pocas prendas que tenía y se despidió de nosotros. Mi mamá era un mar de llanto. No se resignaba a que su hijo mayor se apartara por segunda vez de su lado. Mi papá le extendió la mano y lo despidió en la puerta. Sabía que no lo volvería a ver en mucho tiempo. Cerró la puerta, avanzó unos pasos y se sentó en el sofá. Agarró el control remoto de la televisión y puso el canal deportivo. Sabía que tenía que esperar la próxima llamada del hospital.

(Lima, diciembre 2004)

12/27/2004

Descartable

Ahora que ya ha pasado un tiempo prolongado y me encuentro más calmado, comienzo a comprender mejor las cosas. En su momento era casi imposible. Como el pedirle a un niño de 3 años que resuelva una ecuación matemática. Ahora, siendo un poco racional y dejando de lado mi orgullo masculino, hasta te doy la razón. Sí que la tienes. Yo en tu lugar hubiera hecho lo mismo. Hasta habría maquinado algo más descabellado y malicioso. Algo que significara marcarte para siempre, para que de cierta forma, no te olvidaras de mí. Algo que te hiciera sufrir. Pero eso, sin duda alguna, no podía esperarlo de ti.
No creo que haya sido esa pelea el detonante de todo. Aunque sigues afirmando que fue así. O por lo menos una gran parte. A mi parecer, fue una pelea como muchas de las que hemos tenido en nuestra corta relación.
Esa noche discutimos y te largaste de mi departamento. Cerraste la puerta con un golpe seco.

No traté de detenerte ni arreglar aquella situación. En esos momentos agradecí profundamente el que te hayas ido. Deseaba respirar a mi alrededor aire puro y no ese aire viciado que se inhala junto a ti en ciertos momentos. Como en aquel instante. Después que me percaté que te habías subido a tu auto, que arrancaste el motor y te habías largado, apagué mi celular y fui al bar de siempre, a ese donde nos conocimos unos meses atrás. Era jueves. Muy probable que el lugar estuviera repleto de personas. Deseaba conocer a alguna mujer en esos momentos y poder distraerme un poco. Estaba feliz.
Había tomado mucho. Eran las 3:30 de la madrugada cuando regresé a casa. Roxanna –no me acuerdo su apellido ni su edad, creo que ni se lo pregunté- estaba conmigo. Dormimos juntos. Era linda, diría que hasta más guapa que tú. Pelo ensortijado, ojos verdes y piel blanca como la leche. Tenía la pinta de una chica hippie en decadencia. Estaba sentado en la barra cuando se me acercó. Me pidió que le invitara una cerveza. Conversamos un largo rato, nos reímos, y nos besamos. Le propuse ir a mi departamento para pasar la noche juntos. Ella aceptó inmediatamente. Aquella escena fue un calco de cómo te conocí, Thai: el mismo lugar, un diálogo similar, las mismas acciones y reacciones.
La mañana siguiente tu llamada me despertó. Nos despertó. Me levanté de la cama y cogí el teléfono. No me saludaste. Apenas dije “aló”, comenzó la ráfaga de insultos hacia mí. Para serte sincero, en esos momentos no me importaba lo que me decías. Me encontraba cansado y me dolía la cabeza por las cervezas de la noche anterior. Creo que hasta ni te prestaba atención. Pero la frase que dio fin a tu monólogo me sacudió. Fue como si me hubiese tirado de un globo aerostático sin paracaídas. “Se acabó. No intentes buscarme, estoy en Sumarine”. Y colgaste.
En esos momentos le dije a Roxanna que se vistiera y se vaya de mi departamento. Quería estar solo, pensar. Intenté llamarte pero habías desconectado tu celular.
Vivías sola en Lima, en el pequeño hospedaje para extranjeros y por eso te resultaba fácil cambiar de vida así de rápido. Eso era lo que me atraía de ti. Llamé a la dueña del alojamiento para saber si tenía conocimiento de tu paradero. Me dijo que le pagaste lo adeudado y que te habías ido con todas tus cosas. No supe nada de ti por un mes.
Sabes que soy una persona inestable y dependiente. Sabes muy bien que no puedo estar sin nadie a mi lado. Ahora solo me queda conocer a alguna persona que te sustituya. Alguien que duerma a mi lado y con quien poder hacer el amor. La tarea no será difícil. Creo que iré al bar de siempre para encontrar a alguna otra Roxanna o encontrarte nuevamente.

(Lima, diciembre 2004)

Huellas


A Paul

Paf. Un golpe seco remeció su rostro. Se encontraba parado frente a ella con las manos en los bolsillos cuando recibió la bofetada. Paulo no se lo esperaba. Su rostro se incendió como fuego incandescente pero no atinó a hacer nada. Roxy tenía los ojos hinchados y llenos de lágrimas. A pesar que lo amaba, lo sacó a empellones de su casa. Decidió no sufrir más por culpa de él. Ya era suficiente. Estaba harta de todos los problemas que acarreaba estar junto a él. Esa relación le había arrebatado cuatro años de su vida de adolescente. Que perdida de tiempo –pensó más tarde.
- Sal de mi casa y sal de mi vida. No me vuelvas a buscar. –le gritó Roxy histérica.
Paulo se fue conmocionado. La coca que inhaló con sus amigos, unos minutos antes de ir a la casa de Roxy, le ayudó a sobrellevar aquel momento. Sabía que la había fregado.
Después de eso, todo fue cuesta abajo para él. Su carácter no le permitía exteriorizar sus verdaderos sentimientos. Ante los demás mostraba su coraza de hombre fuerte, reprimiendo la realidad que vivía en su interior.
Tomó un taxi con dirección al barrio. Cuando llegó no encontró a nadie. Las calles estaban desiertas. Que raro –pensó en voz alta. Caminando a su casa se encontró con Julio.
- Acompáñame al puerto necesito computar – le dijo a Julio.
- Pero ya sabes cuál es el precio por acompañarte.
- Vamos nomás, imbécil. Ya te conozco, nunca me puedes hacer un favor sin pedir nada a cambio – finalizó Paulo.
Esa noche los dos terminaron en un cabaret de mala muerte con un par de putas. Bebieron ron y jalaron coca. Paulo sentado en la barra llamó a la que se encontraba más cerca. Era una chica trigueña, robusta, con tetas prominentes y piernas largas. Hablaron unos minutos y se metieron a unos de esos cuartuchos endebles. Ella le ordenó que se desvistiera. Él, obedeció sumiso. Las prendas iban cayendo al suelo desordenadamente. Ella le lavó el pene aún fláccido con agua y jabón. Tomó unos minutos que el miembro de Paulo despertara, había bebido mucho. Se echaron en el catre mugriento y tuvieron sexo.
Paulo y Julio salieron del local cuando el sol casi asomando en el cielo. Eran las 5:34 de la mañana. Tomaron un taxi que los llevó al barrio. Ambos se encontraban cansados. Estaban destrozados. Más aun Paulo. Su delgado cuerpo le implorada que le diera un poco de descanso.
Paulo sacó lo último de coca que le quedaba y la inhaló usando la llave de su casa. Metió sus manos al bolsillo de sus jeans Guess y no encontró su billetera. La puta que me parió –gritó con su voz áspera. Sacó su celular y lo encendió. Tenía dos mensajes de voz en la grabadora. Digitó la clave y escuchó el primero. Era su mamá preguntándole dónde estaba. “Paulo dónde te has metido. Has salido de la casa desde la mañana y hasta ahora no vuelves. Cuídate, hijito”, y se cortó. Escuchó el segundo mensaje. Era Roxy. Su delgada voz a través del auricular lo llenó de nostalgia. Su coraza de hombre fuerte se desmoronó por completo como si fuera un castillo de naipes. Por un instante, pensó en una posible reconciliación. “Solo llamaba para decirte que tengo ropa tuya en mi casa. Ven a recogerla, he encargado a la empleada que te la dé”, y colgó bruscamente. Paulo observó por unos instantes el celular y pensó en todos los momentos que había pasado junto a ella. Junto a su Roxy de siempre. Pero era consciente que su suerte estaba echada. No la volvería a ver más. Julio ya se había largado. Caminó hacia su casa y pensó en qué decirle a su madre con respecto a su ausencia. Entró a su cuarto sin hacer ruido. Se desvistió y se echó desnudo en la cama. Volteó la vista a su mesa de noche y vio el retrato de Roxy. Lo cogió con sus manos temblorosas, se lo acercó a sus labios y la besó. Lo colocó nuevamente en su lugar y recostó su cabeza en la almohada. Al rato, unas delgadas lágrimas comenzaron a recorrer su mejilla.

(Lima, diciembre 2004)

Felicidad


Siempre odié las órdenes. Desde pequeño fui reticente a los mandatos. A las frases imperativas. No sé a que se deba esta actitud. Lo peor de todo es que aquellas personas que nos las escupen, muchas veces, se creen superiores siendo en el fondo unos pobres infelices. Por ejemplo T. Siempre odié a T. Su apariencia me irritó descontroladamente desde que lo vi por primera vez parado en la puerta del edificio donde recién me había mudado. Siempre con su cara de cojonudo dándote los buenos días o las buenas noches.
Apenas me levanté esa mañana gris, Sam comenzó con sus engreimientos de niña bien. Decidimos vivir juntos a pesar de la negativa de sus padres. A pesar de las oposiciones, alquilamos un apartamento cerca de Freddy´s. En un comienzo las cosas fueron de cierta manera digerible para ambos. Nos pasábamos todos los fines de semana tirados dentro de la cama. Sólo el dolor de nuestros cuerpos nos sacaba de nuestro lecho. Nos bañábamos juntos, desayunábamos a eso de la una y luego veíamos alguna película en casa. Los días de semana cada uno se dedicaba a sus asuntos. Ella dictando clases de francés en el instituto y yo como dependiente en una librería. Así transcurrieron nuestras primeras semanas de convivencia. Todo bien. Hasta que la rutina me fue carcomiendo. Me comenzaba a matar.
Yo la quería. La quiero. A mi manera. Desde que la conocí me pareció una mujer atractiva, con un aura especial. Pero ahora que ha pasado tanto tiempo el interés ha disminuido. Por mi parte. ¿Por parte de ella?
Ese sábado en la mañana lo único que quería hacer era no hacer nada. Estar tirado en la cama, como siempre. Levantarme tarde, desayunar tarde, desparramarme en el sofá viendo alguna película europea y tomarme un trago. Odio las películas gringas. Siempre las odié. Pero Sam comenzó con sus engreimientos de niña bien. Comenzaron sus pedidos. Más que pedidos, órdenes. Y como yo odio las órdenes, la mandé a la mismísima mierda. Comenzó a llorar. Creo que fue muy fuerte lo que le dije. Pero no me arrepiento. Quería que vaya al supermercado a comprarle yogurt light. Natural. Lo menos que deseaba en ese momento era salir de la cama y comprar yogurt light. Natural. Tanto me jodió con el pedido que tuve que acceder. Me puse lo primero que vi. Unos jeans desteñidos, una camiseta gris y mis zapatos negros. Cogí las llaves del auto y bajé al estacionamiento. Estando afuera percaté del frío que hacía. Ya estaba ahí y no iba a volver por una casaca. Tomé el ascensor y seguí hasta el estacionamiento. Abrí la puerta del auto, coloqué las llaves en el interruptor e hice contacto. No encendió. Intenté nuevamente. Estaba ahogado. Maldito carro, maldita Sam, maldito yogurt light. Natural. Caminé hacia la puerta del edificio y me topé con T. Siempre con su cara de cojonudo y su típico buenos días. Cada día lo odio más.
En mi mente me pregunto si hago bien en estar con Sam. Nunca le fui infiel ni creo que sería capaz de serlo. Añoro los primeros días, las primeras semanas de enamorados y de convivencia con ella. Desde joven la monotonía y la rutina me matan. Me aburro de casi todo. Todo. Mi vida es así.
Después de haber caminado seis cuadras, llego al supermercado. Empleadas domésticas y señoras de cristal atiborran las instalaciones. Me acerco a las cámaras frigoríficas con la intención de coger el yogurt y largarme a casa. A la cama. ¿Cuál escoger? Entre toda esa gran variedad de productos lácteos es muy difícil elegir, y más aún, si quien lo va a hacer es una persona que nunca en su vida ha decidido una compra de este tipo. Cojo el que se encuentra más a la mano y voy hacia una de las cajas registradoras. Hago la cola y pago. Otra cosa que odio son las personas que atienden a los clientes. Dicen que una buena atención se mide por la amplitud de la sonrisa de una hostess. Como si su forma de hablar -acompañado de un tono de voz irritable- y su amabilidad sean suficientes para hacer sentir a alguien que es bien tratado. A mí lo único que me importa es que me atiendan rápido y punto. Hasta me parece admirable cuando una de estas personas ni te mira y ni te saluda. Es más real, más sincero.
Caminando hacia mi apartamento pienso en Sam y lo que nos sucede. Mejor dicho, me sucede. Soy consciente que gran parte de los problemas que me atormentan, en gran medida, se deban a mi culpa. Pero me cuesta admitirlo ante ella y ante los demás. Soy orgulloso. Soy conflictivo. Jodidamente conflictivo. Sam no se merece esto. Yo no me merezco a Sam, necesito una mujer mejor. Mucho mejor.
T no está en su puesto de siempre. Ahí parado con su cara de cojonudo junto a la puerta. Apreto el botón del ascensor y espero que baje. Una niña con su madre salen y me saludan. Buenos días, me dicen. No les digo nada y paso de frente. Ya en el piso de mi apartamento saco las llaves de mis jeans desteñidos y lo introduzco en la cerradura. Giro, empujo, vuelvo a girar, saco y cierro. T. Qué carajo hace T ahí dentro. Los dos parecen que la están pasado bien. No pido ningún tipo de explicaciones. Es injusto pedírselas. Amor ahí te dejo tu yogurt light, le digo a Sam. Me volteo y abro la puerta. Espérate, no te vayas, me grita como queriéndome dar explicaciones. No las necesito. Los dejo a los dos solos. Tomo el ascensor y bajo al primer piso. Camino sin rumbo fijo y pensando sobre lo que mis ojos acababan de ver. No sé por qué, pero desde ese momento comencé a querer más a T.

(Lima, noviembre 2004)