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Me levanté aquella mañana y me di cuenta que no había soñado con ella. Bajé de la cama y prendí la radio para escuchar las noticias. El conductor del programa estaba entrevistando a la ministra de Comercio Exterior. Es la política de moda en estos tiempos. Me dirijo al baño y me veo al espejo. Me doy cuenta que tengo el cabello un poco largo y pienso que ya es tiempo de cortármelo. Me lavo los dientes y me lavo la cara. La pasta dental me resulta muy mentolada y, a diferencia del muchacho que sale en la publicidad televisiva muy sonriente después de haberse cepillado con esa crema, a mí me cuesta mucho esfuerzo mantenerla en la boca. Me enjuago rápidamente y botó el tubo casi lleno al tacho de basura.
Pienso que sería una buena idea llamar a P aunque nunca antes lo he hecho. De hecho, la sorprendería recibir una llamada mía pero me da pánico estar con el auricular en la mano y no saber qué decir. La historia con P no se remonta más de dos o tres meses atrás. La primera vez que la vi fue a finales de otoño en una galería de arte. Ese día solo la vi pasar y nada más.
Salgo del baño y me dirijo a la cocina. Caliento la avena que tomo todas las mañanas y me preparo una tortilla de champiñones. Mentalmente organizo todo lo que tengo que hacer durante el día. Primero tengo que ir a recoger unos encargos que mi mamá mandó desde Houston con una amiga suya, luego ir a la imprenta para que me hagan unas tarjetas personales, y después al supermercado a comprar víveres. Hoy a amanecido más nublado de lo normal aunque no hace frío. Desde el comedor, donde estoy sentado, puedo escuchar la radio que dejé prendida en mi cuarto. La entrevista a la ministra ya terminó, ahora se escucha la voz ronca de un dirigente gremial. Me termino la avena y la torilla de champiñones.
Después de unas semanas me la topé nuevamente. Fue en la casa de un amigo, un domingo. Ese día me di cuenta que conocíamos personas en común. Como una vez me dijo una amiga, Lima es una pueblo grande donde todos sus habitantes, en el momento menos esperado, confluyen. Nos presentaron. No conversamos mucho. Casi nada. Nada. Más bien me puse a hablar con mis otros amigos a los que no veía hace mucho tiempo. Me contaron que pronto se iban de viaje a Nicaragua para ayudar como voluntarios en un albergue de niños infectados con VIH. Aunque no hablaba con P directamente, de tanto en tanto mi vista se apartaba de mis amigos y se desviaba hacia ella. Con P tan cerca pude darme cuenta de cada detalle en su rostro: ojos expresivos y melancólicos, quijada puntiaguda, y una nariz nada especial, incluso la podría calificar de imperfecta, aunque encajaba bien en su cara.
Me cambio de ropa antes de salir de casa. Cojo las llaves, un puñado de monedas y mis lentes de sol, aunque sol no había. Dudo si ir caminando o en bus hasta la casa de la amiga de mi mamá. Queda a unas veinte cuadras de mi casa y tengo ganas de caminar. Decido ir caminando. Después de unas cuadras pienso que ya es hora de comprarme un Ipod. En la calle un niño me pide una moneda, se la doy y me da las gracias. Llego a la casa de la amiga de mi mamá. Me acomodo un poco el polo, me paso las manos por el cabello y toco el timbre. La señora, que aparenta tener más años que mi mamá aunque estudiaron juntas en el colegio, me saluda cariñosamente y me invita a pasar. Me cuenta sobre su viaje a Houston y sobre lo bien que la pasó, sobre lo hermosa y moderna que es esa ciudad, sobre lo bonito que sería poder vivir en Estados Unidos, y sobre lo grandazo y buen mozo que me había encontraba. Esas fueron sus palabras: “grandazo” y “buen mozo”, aunque tal vez pudieron ser “alto” y “simpático” pero de eso no estoy completamente seguro.